PRONGAMOSA, LECHE Y SANCOCHO
Por Rodrigo Rieder
Ese día llovía copiosamente en las sabanas de Minquillo, dormía en una hamaca colgada sobre dos puntales de Guayacán y el pajizo techo dejaba escapar una gotera que se pulverizaba al chocar con las tirantas atravesadas sobre mi cabeza dando la sensación que estaba en una suite con aire acondicionado tras el frio y la humedad que me causaba el roció que llegaba a mi cuerpo.
Me levanté y fui a sentarme en un tronco de madera adaptado como asiento al escuchar el bramido de las vacas que ordeñaba Luis Antonio García, esposo de una hermana de mamá llamada Rosa Romero, tía fallecida; corrían los tiempos de Semana Santa y había ido con mi compadre Marcelino Rodríguez a pasar esos días de acogimiento al lugar más tranquilo que se nos vino a la mente y salimos para Verdecia.
Ahí estábamos, durmiendo en hamacas el uno al lado del otro, escuchando el  cantar de los pájaros cucaracheros que nadie les pone cuidado, pero que tienen un canto variado que identifica la Costa Colombiana. Me calcé las botas y salí a orinar al pié de una corúa que estaba a la vista, una ardilla salió de entre las conchas grandes que se hacen en esta variedad de palmeras,
El animalillo me miraba y de vez en cuando lanzaba unos chillidos acompañados de unas movimientos tic, luego se marchó y la perdí de vista hasta que me concentré en una “pringamoza” que estaba florecida en ese intenso verano de las sabanas de Minguillo, ahí estaba con su verde camuflado y las esporas llenas de filamentos diminutos esperando a no se sabe quién, dispuesta a brindar la urticaria que produce el tacto con esta planta muy conocida en Codazzi, mi tierra.
En muchas partes la llaman “ortiga”,, es una planta hasta bonita y se usa para muchos remedios caseros, inclusive para los nervios en las personas que se le dan por insultar a otras personas cuando están atacadas por la alteración, florece del mes de julio en adelante. Las flores son verde amarillosas con estambres amarillos, reunidas en panículas pendulares, asilares y terminales, por ello me hice la explicación de sus bellas flores en el tiempo que llegaba la primavera a “Vijagual”, así se llama o llamaba, no sé si exista la finca donde nos encontrábamos.
Fuimos a la casa principal a lavarnos la boca y miré hacia el corral, ahí estaba Luis Antonio agachado, con la cabeza metida en el ijar de una vaca ordeñando una de ellas, la blanca lecha caía al balde haciendo el ruido característico de la presión del blanco líquido que levantaba una exquisita espuma a la vista; fui por una totuma a la cocina, habían varias guindadas en una horqueta de madera dispuesta para los elementos con que las personas del lugar ingerían líquidos.
Tomé la más negra, con un cucharón aparté la borra del café que medio hervía al pie del fogón y me serví un poco del negro néctar de los dioses falsos como le decían en mi colegio a la primera infusión del día para la mayoría de colombianos. Me dirigí al corral de ordeño y recibí sobre mi totuma una gran cantidad de espuma que revolví con una ramita de hierbabuena que arranqué a pasar por el costado de la planta y vino la delicia al paladar.
Pero no es el sabor, ni lo nutritivo de la lecha, ni la curación que puede darnos la pringamoza, o el arrullo del canto de los cucaracheros, lo que me hace remembrar tan bellos y sano pasado; es tal vez, la manera humilde, conforme, pero en la lucha para salir adelante, sana y espontanea como sucedían las cosas en esos tiempos donde la vanidad de comprar en un almacén elementos caros y de marcas, pasaban a un segundo plano, donde los vasos y copas lujosas no tenían importancia, pero si una mentira, una traición, una calumnia, un insulto, palabras soeces o la envidia y esas otras manifestaciones que mantienen el alma envenenada y llena de rencor sin motivo frente a la sociedad que circunda el ser que es protagonista.
Ese mediodía, se preparó una mesa grande cubierta de hojas de plátano, en el centro colocaron un gran recipiente de madera lleno de sopa de hueso, en cada puesto imaginario de cualquier comensal se estacionaron una presas de carne guisada y una porción de arroz medida a la figura redonda de una de las totumas que hizo de medida y molde cada ración; en el centro de la mesa estaba dispersado todo el bastimento posible y nos dispusimos a almorzar.
Han pasado los años y ese recuerdo quedó como una impronta en mi cerebro, todos terminamos y fue cuando me sorprendí cuando Alba, una de mis primas nos llevó un gajo de mamones a todos los presentes, una sobremesa espectacular.
Como olvidar a mi tía Rosa Romero y a su esposo Luis Antonio. Él todavía vive, sé que estuvo en Codazzi en enero de 2016, le falta una pierna a causa de la diabetes, pero se mueve enérgico a sus 80 años de edad; no lo pude ver, eso me dejó un hondo pesar que me obliga a visitarlo en mi próximo viaje a Medellín donde reside con sus hijas Carmen, Ladis,  Dalis, Lucho y “La Boyona” como le digo a Nubis García Romero, una de las menores.
Quizás este escrito tenga una moraleja, pero no soy bueno para hacerlas; de lo que si estoy seguro es de la sanidad corporal de quienes nos criamos con esos alimentos sanos, en un ambiente limpio de maldades, tras enseñanzas que son ahora reprimidas por las autoridades del Estado como si castigar al niño no fuese mejor que condenar al adulto en una cárcel.
Gracias a nuestros padres debemos dar por las limpias que nos dieron y que ayudaron a formarnos tal como somos hoy.





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